"Adolf Hitler - usted lo conoció -;
¿como era él?". Me han preguntado esto
mil veces desde 1945, y nada es más difícil de contestar. Aproximadamente
doscientos mil libros han tratado sobre la Segunda Guerra Mundial y su figura
principal, Adolf Hitler. ¿Pero ha sido el verdadero Hitler descubierto por
alguno de ellos?. "El enigma de Hitler está por encima de
cualquier comprensión humana", sentenció una vez el semanario
alemán Die Zeit. Salvador Dalí, artista genial, intentó penetrar en
dicho misterio en uno de sus cuadros más dramáticos. Enormes montañas a lo
largo de todo el lienzo, dejando sólo unos pocos metros iluminados de costa con
unas diminutas figuras humanas: Los últimos testigos de la paz que moría. Un
enorme teléfono, del cual caían lágrimas de sangre, colgado de un árbol muerto;
y por todos lados paraguas y murciélagos cuyos augurios eran los mismos. Dalí
dijo "El paraguas de Chamberlain aparecía en el cuadro con una luz
siniestra, más evidente por el murciélago, y me sorprendió cuando lo pinté como
algo de una enorme angustia". El luego confesó: "Consideré
esta pintura como profética. Pero he de confesar que tampoco yo he desvelado el
enigma de Hitler todavía. Me atrajo sólo como un objeto de mis locas imaginaciones
y por ver en él a una persona que era capaz, como ninguna otra, de darle la
vuelta a las cosas".Una gran lección de humildad para todas las
críticas que han salido a imprenta desde 1945 con sus miles de libros 'definitivos',
la mayoría insolentes, sobre el hombre que preocupó tanto a Dalí, que cuarenta
años después seguía todavía angustiado e incierto ante la presencia de su
propia obra alucinatoria. Aparte de Dalí, ¿quien más ha intentado alguna vez
presentar un objetivo retrato de este extraordinario hombre a quien Dalí
etiquetó como la figura más explosiva en la Historia de la Humanidad?.
Como la campana de Pavlov
Las montañas de libros sobre Hitler, basados todos en ellos en el odio y la
ignorancia, han hecho muy poco por explicar o describir al hombre más poderoso
que el mundo jamás haya visto. Y pienso, ¿en que se parecen estos disparatados
retratos de Hitler al hombre que yo conocí?. El Hitler sentado al lado mío, de
pie, hablando, escuchando. Se ha vuelto imposible decirles a las personas que todas
las fantásticas leyendas que durante décadas han leído o escuchado en la
televisión simplemente no se corresponden con la realidad. Las personas aceptan
como realidad aquellas fantasías que les han repetido miles y miles de veces.
Sin embrago nunca han visto a Hitler, nunca le han hablado y nunca han le han
oído hablar. El nombre de Hitler evoca inmediatamente la imagen de un demonio
haciendo muecas, la fuente de todas las emociones negativas. Como la campana de
Pavlov, toda mención a Hitler se realiza prescindiendo de la substancia y
realidad. En un futuro, sin embargo, la historia demandará algo más que estos
brevísimos juicios de hoy en día.
Extrañamente atractivo
Hitler siempre está presente ante mis ojos: Como un hombre de paz en 1936, como
un hombre de guerra en 1944. No es posible el haber sido testigo directo de la
vida de un hombre tan extraordinario y no estar marcado para siempre. No pasa
ni un día en que Hitler me viene a la memoria, no como un hombre muerto hace
tiempo, sino como un ser real que camina por su despacho, que se sienta en su
silla, que atiza los troncos ardiendo de su chimenea. Lo primero que uno notaba
nada más verle era su pequeño bigote. Incontables veces le asesoraron que se lo
quitase, pero siempre lo rechazó: La gente estaba acostumbrada a él como era.
No era alto, no más que Napoleón o Alejandro Magno. Hitler tenía unos profundos
ojos azules que muchos encontraban embrujadores, aunque yo no pensaba así.
Tampoco noté la corriente eléctrica que decían que daban sus manos. Nos dimos
la mano bastantes veces y nunca recibí esa corriente. Su cara reflejaba emoción
o indiferencia según la pasión o apatía del momento. A veces parecía que estaba
aletargado, sin decir nada, mientras su mandíbula parecía estar haciendo añicos
un objeto en el vacío. Entonces se avivaría de repente y te dirigía una
alocución como si estuviese hablando para cientos de miles en la explanada del
Tempelhof en Berlín. Entonces se transfiguraba. Incluso su complexión,
normalmente incluso apagada y fría, se encendía al hablar. Y en esos momentos
puedo asegurar que Hitler era extrañamente atractivo, como si tuviese poderes
mágicos.
Vigor excepcional
Cuanto pudiera parecer demasiado solemne en un principio, él lo suavizaba con
un toque de humor. La palabra pintoresca, la frase sarcástica estaban a su
alcance. En un instante podía dibujar un cuadro de palabras, o salir al pase
con una inesperada y convincente comparación. Podía ser discordante e incluso
implacable en sus opiniones y ser al mismo tiempo sorprendentemente
conciliador, sensible y agradable. Después de 1945 Hitler fue acusado de todas
las crueldades, pero no era ser cruel su forma de ser. Amaba a los niños. Era
algo totalmente normal en él parar su coche y compartir su comida con los
jóvenes ciclistas que iban por la carretera. Una vez le dio su abrigo a un
indigente que estaba empapado bajo la lluvia. A medianoche interrumpía su
trabajo para dar de comer a Blondi, su perro. No podía comer carne porque
representaba la muerte de una criatura viviente. Rechazaba que fuesen
sacrificados para alimentarle, ya fuese un conejo o una trucha. Permitía sólo
huevos en su mesa, ya que ello suponía que no se mataba al animal, que no se le
hacía daño. Los hábitos alimenticios de Hitler eran una fuente continua de sorpresas
para mi. Como podía alguien, con una agenda tan apretada, que tomaba parte en
decenas de miles de actos masivos, en los cuales salía completamente mojado por
su sudor, que perdía muchas veces uno o dos kilos en ello; que dormía sólo tres
o cuatro horas cada noche; y que, desde 1940 hasta 1945 llevó al mundo entero
sobre sus espaldas gobernando sobre 380 millones de Europeos; ¿como, pensaba yo
, podía sobrevivir físicamente con sólo un huevo cocido, unos pocos tomates,
dos o tres tortas, y un plato de pasta?. ¡pero de hecho ganaba peso!. Sólo
bebía agua. No fumaba ni permitía que se fumara en su presencia. A la una o dos
de la noche podía estar hablando, cerca de su chimenea, despierto, y a veces
divertido. Nunca mostró ningún síntoma de debilidad. Los que estaban con el
podrían estar muertos de sueño, pero Hitler no. Fue descrito como un cansado
hombre mayor. Nada más lejos de la realidad. En Septiembre de 1944, cuando se
dijo que estaba senil, pasé una semana con él. Sus condiciones físicas y mentales
eran excepcionales. El intento de asesinato que se realizó el día 20 no hizo
más que aumentar su vigor. Tomaba el té en su cuarto tan tranquilo como si
estuviese en el pequeño apartamento que tenía en la Cancillería antes de la
guerra, o disfrutando con las vistas de nieve y claro cielo azul que se veían
desde la gran ventana del Berchtesgaden.
Autocontrol de hierro
Al final de su vida es cierto que su espalda se curvó, pero su mente permaneció
tan despejada como siempre. El testamento que dictó con enorme entereza el
mismo día de su muerte el 29 de Abril de 1945 nos sirve de prueba de ello.
Napoleón en Fontainebleau no estuvo sin momentos de pánico antes de su
abdicación. Hitler simplemente dio las manos a sus camaradas en silencio,
desayunó como otro día cualquiera y luego fue a encontrar la muerte como si se
fuese a dar un paseo. ¿Cuando en la historia se ha visto una tragedia tan
grande llevada a cabo con este control de unos mismo?. La más notable
característica de Hitler era su sencillez. Los más complejos problemas se
convertían en su mente en unos pocos principios básicos. Sus acciones eran
engranadas por ideas y decisiones que podían ser comprendidas por cualquiera.
El obrero de Essen, el agricultor, el industrial del Ruhr, y un profesor de universidad
podían seguir fácilmente su línea de pensamiento. La enorme claridad de sus
razonamientos hacía todo obvio. Su comportamiento y su estilo de vida no cambio
un ápice aún cuando se convirtió en el dirigente de Alemania. Vivía y se vestía
modestamente. Durante sus días en Munich no se gastaba más de un marco al día
en comida. En ningún momento de su vida se gastó algo en si mismo. Nunca en los
13 años que estuvo en la Cancillería llevó una cartera o tenía dinero encima.
Mente privilegiada
Hitler fue un autodidacta y no lo ocultó en ningún momento. Los engreídos y
elegantes intelectuales, sus brillantes ideas empaquetadas como pilas de una
linterna, le irritaban a veces. Su conocimiento lo alcanzó gracias a intensos y
selectivos estudios, y sabía mucho más que miles de académicos premiados. No
creo que nunca alguien leyera más que él. Solía leer un libro al día, empezando
siempre por la conclusión y el índice para calibrar el interés de la obra.
Tenía la capacidad de extraer la esencia de cada libro y archivarla en su mente
enciclopédica. Le he oído hablar sobre complicados libros científicos si ningún
error, incluso en los momentos más importantes de la guerra. Su curiosidad por
el saber era ilimitada. Estaba familiarizado con las obras de los más diversos
autores, y nada era demasiado complejo para su comprensión. Tenía un amplio
conocimiento y comprensión sobre Buda, Confucio y Jesucristo, así como de
Lutero, Calvino y Savonarola; sobre genios de la Liteatura como Dante,
Schiller, Shakespeare y Goethe; y sobre escritores analíticos como Renan y
Gobineau, Chamberlain y Sorel. Había aprendido Filosofía estudiando a
Aristóteles y Platón. Podía citar textos enteros de Schopenhauer de memoria, y
por un espacio prolongado llevó consigo una edición de bolsillo de
Schopenhauer, Nietzsche le enseño mucho sobre el poder de la voluntad. Su sed
de conocimientos era inagotable. Se pasó cientos de horas estudiando las obras
de Tácito y Mommsen, de estrategas militares como Clausewitz, de constructores
de imperios como Bismarck. Nada escapaba de su cultura: Historia Universal o
Historia de las Civilizaciones. el estudio de la Biblia y el Talmud, la
filosofía Tomista y todas las obras maestras de Homero, Sofocles, Horacio,
Ovidio, Tito y Cicerón. Conocía a Julio el Apóstata como si fuese su
contemporáneo. Su conocimiento alcanzaba la mecánica. Sabía como funcionaban
las máquinas; comprendía la balística de varias armas; y dejó atónitos a los
mejores científicos de la medicina con sus conocimientos de biología y
medicina. La universalidad del conocimiento de Hitler puede sorprender o enojar
a los que lo desconocían, pero es sin embargo un hecho histórico: Hitler fue
una de las personas más cultas de este siglo. Muchas veces más que Churchill,
una mediocridad intelectual; o que Pierre Laval, con su mero conocimiento
superficial de la Historia; o que Eisenhower, que nunca pasó de las novelas de
detectives.
El joven arquitecto
Incluso durante sus primeros años, Hitler era diferente del resto de los niños.
Tenía una fuerza interior y era guiado por su espíritu e instintos. Podía
dibujar con habilidad cuando tenía sólo once años. Sus primeros dibujos y
acuarelas, a la edad de 15, estaban llenas de poesía y sensibilidad. Uno de sus
más notables obras de sus primeros tiempos 'Fortress Utopia'(utopía
de fortaleza), nos muestra que también fue un artista de una poco común
imaginación. Su orientación artística tomó varias formas. Escribió poesía desde
que era chico. Dictó una obra entera a su hermana Paula, que se sorprendió por
su orgullo. A la edad de 16, en Viena, se embarcó en la creación de una ópera.
Incluso diseñó el escenario, así como el vestuario; y, por supuesto, los
protagonistas eran héroes wagnerianos. Mas que un artista Hitler fue por encima
de todo un arquitecto. Cientos de sus obras son notables, tanto por su pintura
como por su arquitectura. Podía describir de memoria y con todo detalle la
cúpula de una iglesia o las complejas curvas del hierro forjado. Fue, sin duda,
su sueño de convertirse en un arquitecto lo que le llevó a Viena a principios
de siglo. Cuando uno ve los cientos de dibujos, bocetos y pinturas que creó en
dicha época, así como su dominio de las figuras tridimensionales, le parece
sorprendente que los examinadores de la Academia de Arte le suspendieran por
dos veces consecutivas. El historiador alemán Werner Maser, que no fue
precisamente un amigo de Hitler, criticó a sus examinadores: "Todos
sus trabajos revelaban un extraordinario conocimiento y dominio de la
arquitectura. El constructor del Tercer Reich dio motivos para que la Academia
de Artes estuviese avergonzada.". En su cuarto, Hitler siempre tuvo
una vieja fotografía de su madre. La memoria de la madre a la que amó estuvo
con él hasta el mismo día de su muerte. Antes de morir, el 30 de Abril de 1945,
puso la fotografía de su madre frente a él. Ella tenía ojos azules como su hijo
y un rostro similar. Su intuición materna le indicó que su hijo era diferente a
los demás niños. Actuó como si supiese del destino de su hijo. Cuando murió, se
sintió angustiada por el inmenso misterio que rodeaba a su hijo.
Origen humilde
Durante sus años de juventud Hitler vivió una vida parecida a la de un recluso.
Su gran deseo era el de retirarse del mundo. Era una persona reflexiva, en el
fondo un solitario, que comía exiguas comidas, pero que devoraba los libros de
las tres bibliotecas públicas. Se abstenía de conversaciones y tenía pocos
amigos. Era casi imposible imaginarse un destino tal, en el que un hombre que
empezó con tan poco llegó a tan altas alturas. Alejandro Magno era el hijo de
un rey. Napoleón, miembro de una familia bien, fue general a los 24. Quince
años después de Viena Hitler era todavía un total desconocido. Otros miles de
personas tuvieron más oportunidades que él de dejar su huella en el mundo. Hitler
no se preocupaba mucho de su vida personal. En Viena vivía en una sucia y vieja
pensión. Gracias a ello pudo alquilar un piano que ocupaba media habitación, y
se concentró en componer su ópera. Vivía de pan, leche y sopa de verduras. Su
pobreza era real. Ni siquiera tenía un abrigo. Recorría las ciudades en días de
nieve. Transportaba equipaje en la estación de trenes. Pasó muchas semanas en
centros de acogida de gente sin hogar. Pero nunca dejó de pintar o escribir. A
pesar de su gran pobreza Hitler se las apañó para tener una apariencia aseada.
Todos los caseros y caseras de Viena y Munich le recordaban por sus buenas
maneras y su gran disposición. Su comportamiento fue intachable. Su cuarto
estaba siempre impecable, sus pocas pertenencias siempre ordenadas, y su ropa
siempre bien colgada y doblada. Lavaba y planchaba su propia ropa, algo que en
esa época poca gente hacía. No necesitaba casi de nada para sobrevivir, y el
dinero que sacaba en la venta de sus pinturas era suficiente para obtener todo
lo que necesitaba.
En busca del destino
Impresionado por la belleza de la iglesia del monasterio de los Benedictinos,
en la que participaba en su coro y como monaguillo, Hitler soñó por un instante
en convertirse en monje Benedictino. Y fue por entonces también, cuando cada
vez que atendía a la Misa pasaba por debajo de la primera esvástica que jamás
vio: Estaba tallada en el escudo de piedra de la puerta de la abadía. El padre
de Hitler, un funcionario de aduanas, quiso que el chico siguiese sus pasos. Su
tutor le animó a que se convirtiese en monje. Por el contrario Hitler fue, más
bien escapó, a Viena. Y allí, frustrado en sus aspiraciones artísticas debido a
los mediocres burócratas de la academia, pasó al aislamiento y a la meditación.
Perdió en la gran capital del Imperio Austrohúngaro, se dispuso a buscar su
destino. Al cumplirse los primeros 30 años de su vida, el 20 de Abril de 1889,
el nombre de Hitler no le decía nada a nadie. Había nacido ese día en Baunau,
una pequeña ciudad en el valle de Inn. Durante su tiempo en Viena pensó
asiduamente en su modesto hogar, y particularmente en su madre. Cuando ésta
cayó enferma, volvió a casa para cuidar de ella. Durante semanas la asistió,
hizo todas las labores del hogar, y la apoyó como su hijo más querido. Cuando
finalmente murió, en Nochebuena, su dolor era inmenso. Abrumado por el pesar,
la enterró en el pequeño cementerio. "Nunca he visto a nadie tan
abatido por el dolor", dijo el médico de su madre, que curiosamente
era judío.
Un alma fuerte
Hitler no estaba todavía concentrado en la política, pero sin realmente
saberlo, esa era la carrera para la que más era llamado a desempeñar. La
política se combinaría finalmente con su pasión por el arte. El Pueblo, las
masas, serían la arcilla a la que el escultor daría una forma inmortal. La
arcilla humana se convertirían para él en un bello trabajo como si se tratase
de una de las esculturas de mármol de Myron, de una pintura de Hans Makart o de
la trilogía de Wagner. Su amor por la música, arte y arquitectura no le
separaron de su vida política y su conciencia social en Viena. Para poder
sobrevivir trabajó como un peón codo con codo con otros trabajadores. Era un
silencioso espectador, pero nada escapaba de él: Ni la vanidad y el egoísmo de
la burguesía, ni la pobreza material y moral del Pueblo, ni los cientos de
miles de obreros que se agitaban por las anchas avenidas de Viena con el miedo
en sus corazones. También se dio cuenta de la creciente presencia en Viena de
barbudos judíos con sus caftanes. Algo no visto en Linz. "¿Cómo
podían ser ellos alemanes?", se preguntaba a sí mismo. Leyó las
estadísticas: En 1860 vivían 69 familias judías en Viena; 40 años después eran
200.000. Estaban en todas partes. Observó su invasión en las universidades y en
las profesiones médicas y de leyes, así como el control que tenían sobre los
periódicos. Hitler estaba expuesto a las pasionales reacciones de los obreros
con respecto a esta influencia, pero los obreros no estaban solos en su
infelicidad. Había muchas personas importantes en Viena y Hungría que no
ocultaban lo que consideraban una invasión extranjera en su país. El alcalde de
Viena, democrático-cristiano y gran orador, era vivamente escuchado por Hitler.
Hitler también estaba concienciado por el destino de los ocho millones de
alemanes austríacos que estaban separados de Alemania, y por tanto privados de
la nacionalidad alemana a la que tenían derecho. Consideraban al Emperador
Francisco José como un áspero y mezquino viejo hombre incapaz de solucionar los
problemas de esos momentos y las aspiraciones de futuro. Calladamente, el joven
Hitler estaba sumando más y más cosas en su mente. Primero: Los austríacos eran
parte de Alemania, la Patria común. Segundo: Los judíos eran extranjeros en la
comunidad alemana. Tercero: El patriotismo sólo era válido si era compartido
por todas las clases. La gente común con la que Hitler compartió dolor y
humillación eran la misma parte de la Patria que los millonarios de la alta
sociedad. Cuarto: La lucha de clases condenaría, tarde o temprano, tanto a los
trabajadores como a los patronos a la ruina del país. Ninguna nación puede
sobrevivir a la lucha de clases; sólo la cooperación entre los trabajadores y
los patronos puede beneficiar al país. Los trabajadores deben de ser respetados
y vivir con decencia y honor. La creatividad nunca debe de ser sofocada. Cuando
Hitler después dijo que había formado su doctrina política y social en Viena
dijo la verdad. Diez años después, sus observaciones en Viena se convertirían
en realidad. De este modo tuvo que vivir Hitler por unos años en la populosa
ciudad de Viena como un virtual paria, pero observando silenciosamente cuanto
ocurría alrededor suyo. Su fuerza le vino desde dentro. Los hombres
excepcionales siempre se sienten solos entre una muchedumbre de gente. Hitler
vio en su soledad una magnífica oportunidad para meditar y no para convertirse
en alguien que no pensaba. Para no perderse en un estéril desierto, un alma
fuerte busca refugio dentro de uno mismo. Hitler poseía un alma así.
La palabra
La iluminación en la vida de Hitler vendría gracias a la Palabra. Todo su
talento artístico sería encauzado gracias a su maestría en la comunicación y la
retórica. Hitler nunca concibió las conquistas populares sin el poder de la
Palabra. Podía encantar y ser encantado por ella. Conseguía la máxima
realización cuando la magia de sus palabras inspiraban el corazón de las masas
con las que conversaba. Sentía que volvía a nacer cada vez que comunicaba con
mística belleza los conocimientos que había adquirido en su vida. La
encantadora retórica de Hitler permanecerá, por mucho tiempo, como amplio
objeto de estudio de psicoanalistas. El poder de la palabra de Hitler es la
clave. Sin ella, nunca hubiera habido una era Hitleriana.
Fe transcendental
Dios. Llamaba a Dios el Todopoderoso, maestro de todo lo que es conocido y desconocido. Los propagandistas describieron a Hitler como un ateo. No lo era. Sentía desprecio por los clérigos hipócritas y materialistas, pero no era el único que así pensaba. Creía en la necesidad de modelos y dogmas teológicos, sin los cuales, decía repetidamente, la gran institución de la Iglesia Cristiana se derrumbaría. Estos dogmas chocaban con su inteligencia, pero reconocía que era duro para una mente humana abarcar todos los problemas de la creación, su ilimitada extensión y su imponente belleza. El aprendió que todo humano tenía necesidades espirituales. La canción de un ruiseñor, la forma y color de una flor, le llevaban continuamente a los problemas de la creación. Nadie en el mundo me ha hablado tan elocuentemente acera de la existencia de Dios. No tenía este punto de vista por haber sido educado como un cristiano, sino porque su mente analítica le llevaba al concepto de Dios. La fe de Hitler trascendía de fórmulas y accesorios. Dios era para él la base de todo, el ordenador de todas las cosas, de su destino y del de todos los demás.